3 de agosto de 2004
SECCIÓN: MORALIDAD y ÉTICA
En nuestra cultura abrasiva, donde a veces parece que para salir adelante se necesitan títulos de posgrado en rudeza, lo peor que se puede decir de alguien es que es fundamentalista. ¿Crees? Debes estar loco. ¿Rezas? Debes ser un fanático. ¿Observas las leyes religiosas? Debes ser peligroso. No es extraño que un conocido jefe de prensa dijera una vez: “Nosotros no hacemos lo que Dios nos manda”.
Bajo la superficie de estos desprecios se esconde el miedo al fundamentalismo. Damos por sentado que quienes creen en los principios fundamentales de la fe viven en el pasado, son hostiles al presente, incapaces de tolerar, condenan con vehemencia a los no creyentes y son capaces de ejercer la violencia. Se trata de una visión terriblemente prejuiciada y, a largo plazo, nos causará un gran daño.
Sin duda, toda fe tiene episodios en su pasado de los que debería avergonzarse. Ése fue el mensaje de los profetas. Toda escritura sagrada tiene pasajes que, si se interpretan mal, pueden llevar al odio. Por eso los judíos, y no sólo ellos, creen que los textos sagrados necesitan comentarios. Cualquier sistema de creencias puede equivocarse. Esto se aplica tanto a las ideologías seculares como a las religiosas. Los dos grandes sustitutos seculares de la fe en el siglo XX, el nazismo y el comunismo, comenzaron en sueños de utopía y terminaron en pesadillas infernales. La diferencia es que las religiones contienen lo que las alternativas seculares rara vez contienen: el concepto de arrepentimiento, la voluntad de admitir que nos equivocamos. Por eso las ideologías seculares mueren, pero la fe religiosa sobrevive.
No, lo que está mal con la palabra “fundamentalismo” es que supone que los fundamentos de la fe son peligrosos. Por el contrario, las religiones se vuelven peligrosas cuando olvidamos sus fundamentos. El Dios de Abraham es un Dios de amor, no de guerra; de perdón, no de venganza; de humildad, no de arrogancia; de hospitalidad, no de hostilidad. Abraham lucha y reza por la gente de su generación aunque su fe no fuera la suya. Da la bienvenida a los extraños en su tienda y hace un tratado de paz con sus vecinos. Ése es el antepasado que los judíos, los cristianos y los musulmanes toman como propio. Ésos son los fundamentos a los que estamos llamados.
Existe una versión poderosa del liberalismo que sostiene que la única manera de crear una sociedad libre es a través de la duda. Como no estamos seguros, no imponemos nuestras certezas a los demás. Como podemos estar equivocados, les damos a las personas el espacio para que discrepen. Isaiah Berlin terminó uno de sus ensayos más influyentes con una cita de Joseph Schumpeter: “Darse cuenta de la validez relativa de las propias convicciones y, sin embargo, defenderlas sin vacilar es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro”.
Esta idea me conmueve. Es verdaderamente noble, pero al final fracasa. Si nuestras convicciones son sólo relativamente válidas, ¿por qué defenderlas sin vacilar? Si la bondad es sólo relativamente buena, ¿por qué oponernos a la crueldad, que es sólo relativamente mala? Si todo lo que tenemos es duda, pronto nos encontraremos en la situación descrita memorablemente por Yeats, en la que “los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad”. El relativismo no es una defensa de la libertad.
Otro filósofo de Oxford, John Plamenatz, estaba mucho más cerca de la verdad cuando señaló que la doctrina moderna de la libertad nació en el siglo XVII, en una época de creencias religiosas fuertes y conflictivas. “La libertad de conciencia”, escribió, “nació, no de la indiferencia, ni del escepticismo, ni de la mera apertura mental, sino de la fe”.
¿Cómo? Porque las personas que se preocupaban profundamente por sus propias convicciones religiosas acabaron por darse cuenta de que otras personas que tenían convicciones muy diferentes no se preocupaban menos por las suyas. Si yo reclamo el derecho a practicar mi fe en libertad, ¿puedo negarte la tuya? Así nació el liberalismo europeo, no a través del relativismo, sino de la creencia religiosa de que Dios no quiere que impongamos nuestra fe a los demás por la fuerza.
La única defensa contra el fundamentalismo peligroso es el contrafundamentalismo: la creencia, arraigada en nuestros textos sagrados, en la santidad de la vida y la dignidad de la persona humana, el imperativo de la paz y la necesidad de justicia atemperada por la compasión. No somos una concatenación ciega de genes que buscan incesantemente replicarse sin otro propósito que el de sobrevivir. Estamos aquí porque fuimos creados en el amor, y cumplimos nuestro propósito creando en el amor.
Se trata de creencias que comparten la mayoría de los judíos, cristianos y musulmanes, así como las de otras religiones o las de ninguna. Son los verdaderos fundamentos. Lo que importa ahora es que prevalezcan ellas, no sus negaciones.