8 de diciembre de 2012

UNA NUEVA SECCIÓN, EN HONOR A UN GRAN PENSADOR, SABIO RABINO Y UN EXIMIO HUMANISTA: RAB LORD JONATHAN SACKS ztz”l

Lo que me parece fascinante de Janucá, la fiesta judía de las luces que celebramos en esta época del año, es la forma en que su historia fue transformada por el tiempo.

Comenzó como la sencilla historia de una victoria militar, el éxito de Judas el Macabeo y sus seguidores en su lucha por la libertad religiosa contra el régimen represivo del emperador sirio-griego Antíoco IV. Antíoco, que modestamente se llamaba a sí mismo Epífanes, “Dios manifestado”, había decidido helenizar a los judíos por la fuerza.

Hizo erigir una estatua de Zeus en el recinto del templo de Jerusalén, ordenó que se hicieran sacrificios a los dioses paganos y prohibió los ritos judíos bajo pena de muerte. Los Macabeos contraatacaron y en tres años reconquistaron Jerusalén y consagraron nuevamente el Templo. Así se cuenta la historia en el primer y segundo libro de los Macabeos.

Sin embargo, las cosas no fueron fáciles a partir de entonces. La nueva monarquía judía, conocida como los reyes asmoneos, se helenizó y se ganó la ira del pueblo al quebrantar uno de los principios del judaísmo: la separación entre religión y poder político. Se convirtieron no sólo en reyes, sino también en sumos sacerdotes, algo que los monarcas anteriores nunca habían hecho.

Incluso en el plano militar, la victoria sobre los griegos resultó ser sólo un respiro temporal. En menos de un siglo, Pompeyo invadió Jerusalén e Israel quedó bajo el dominio romano. Luego vino la desastrosa rebelión contra Roma (66-73), como resultado de la cual Israel fue derrotado y el Templo destruido. La obra de los Macabeos quedó en ruinas.

Algunos rabinos de la época creían que la festividad de Janucá debía abolirse. ¿Por qué celebrar una libertad que se había perdido? Otros no estaban de acuerdo, y su opinión prevaleció. La libertad se había perdido, pero no la esperanza.

Fue entonces cuando salió a la luz otra historia, sobre cómo los Macabeos, al purificar el Templo, encontraron un solo recipiente con aceite, con su sello todavía intacto, desde el cual volvieron a encender la Menorah, el gran candelabro del Templo.

Milagrosamente, la luz duró ocho días y eso se convirtió en la narración central de Janucá. Se convirtió en una fiesta de luz dentro del hogar judío que simbolizaba una fe que no podía extinguirse. Su mensaje quedó plasmado en una frase del profeta Zacarías: “No con ejército ni con fuerza, sino con mi Espíritu, dice el Señor Todopoderoso”.

A menudo me he preguntado si no es ésta la historia de la humanidad, no sólo la judía. Celebramos las victorias militares. Contamos historias sobre los héroes del pasado. Conmemoramos a quienes dieron su vida en defensa de la libertad. Así es como debe ser. Sin embargo, las verdaderas victorias que determinan el destino de las naciones no son tanto militares como culturales, morales y espirituales.

En Roma, el Arco de Tito fue erigido por el hermano de Tito, Domiciano, para conmemorar el victorioso asedio romano a Jerusalén en el año 70. Muestra a soldados romanos llevándose el botín de guerra, el más famoso de los cuales es la Menorá de siete brazos. Roma ganó ese conflicto militar, pero su civilización decayó y cayó, mientras que los judíos y el judaísmo sobrevivieron.

Lo hicieron, en parte, por la propia Janucá. Ese simple acto de las familias que se reunían para encender las velas, contar la historia y cantar las canciones resultó más poderoso que los ejércitos y más duradero que los imperios. Lo que perduró no fue la narración histórica que se cuenta en los libros de los Macabeos, sino la historia más simple y más fuerte que habla de una sola vasija de aceite que sobrevivió al naufragio y la profanación, y la luz que arrojó y que siguió ardiendo.

Hay algo en el espíritu humano que sobrevive incluso a las peores tragedias y nos permite reconstruir vidas destrozadas, instituciones destrozadas y naciones heridas. Para mí, esa es la historia judía. Los judíos sobrevivieron a todas las derrotas, expulsiones, persecuciones y pogromos, incluso al propio Holocausto, porque nunca renunciaron a la fe de que un día serían libres para vivir como judíos sin miedo. Siempre que visito una escuela judía hoy, veo en los rostros sonrientes de los niños el poder siempre renovado de esa fe cuyo símbolo es Janucá y su luz de esperanza inextinguible.

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