Brasas ardientes…

“Ki ‘azá ka-mavet ha-ahavá, kashá ji-sheol kiná…” (Cantar de los Cantares). Sentimientos
profundos. Sensaciones que evocan emociones. Cuando el amor conjuga el desencuentro, los
límites parecen desdibujarse. De repente, todo aquello que era claro como la mañana, ingresa en
un cono de sombras imposibles de disipar. Ocurre, querido lector, que esos límites suelen
transcurrir por una delicada –diría hasta imperceptible línea- que demarca las geografías de un
querer ilimitado, que en muchos casos, cae presa de la limitación…

Somos humanos, y el amor, que desata todas y cada una de las ataduras por las cuales solemos
perder a veces nuestra autonomía, deja de ser. Deja de actuar porque se paraliza. Porque no
encuentra el suelo fértil donde hacer germinar la savia que se aleje de las oscuras raíces del ser
para emerger hacia las luces resplandecientes del ser amado…Seres amados, son seres
iluminados…
‘Porque tan fuerte como la muerte es el amor, e implacable y dura como el precipicio de fuegos,
la envidia…’ afirma nuestro Cantar una vez más. Sentimientos encontrados que se dan cita en
uno mismo: la muerte y el amor… Dos sensaciones que dibujan el abrazo y el desarraigo. Allí
están. Reunidas en nuestro Shir para demostrarnos que los seres humanos –los seres amados-,
somos uno. Allí donde encontraremos la muerte, estará el sello del amor. Y ambos unidos y
reunidos por un lazo estrecho y fuerte -¡fortísimo!- de la misma existencia. Pues allí donde cupo
el amor, entonces la muerte conjugará la eternidad. Allí la fuerza. Allí el poderoso mundo de los
encuentros entre los amados. Y nuestro Cantar, himno solemne de aquellos que se animan a
descubrir el amor a plena luz del día, ha hecho del amor un sentimiento tan fuerte como la
misma muerte… Porque aún en la ausencia que se extiende y se afirma, no deja de esperar por
aquel que no llega. Porque el amor del Cantar, es himno de esperanzas…
Pero entre tanta pasión y razón, entre tanto dolor por quien se espera, nacen nuevas
sensaciones. Realidades que colisionan con tanto fervor. Nuestro Shir –que abre una vez más las
ventanas de la percepción- nos deja ver que también los precipicios cunden en las geografías
esbeltas de la exaltación. Abismos que parecen abrirse camino allí donde cabía el amor. Fuegos
que consumen las flores y los frutos de un dar y recibir, desolando las almas de los amados,
abandonándolas a su propia suerte, sin suerte ya…
‘…Implacable y dura como el precipicio de fuegos, la envidia…’. Una invitada inesperada en la cita
de quienes se dan al amor. De quienes buscan entre el fuego del querer, dejar el sello de la
eternidad plantado entre sus días y sombras. La envidia sorprende el escenario del amor, para brutalmente, desalojar a los amantes y dejar un vacío. Un vacío inexpugnable. Un vacío que
nadie podrá llenar ya más…
“Reshaféha, rishpéi esh…” afirma el Amado entre sus palabras. ‘Sus brasas, son brasas ardientes’
y todo lo parecen consumir. Pues cuando cabe la envidia entre los amados, no tendrá lugar ya el
amor. Un fuego extraño ocupará su escenario. Arderá una y otra vez. Brasas que arderán
incesantemente hasta trocar por cenizas las raíces mismas de un amor floreciente. Sólo allí
donde cabe lo profundo del amor, sólo allí, pueden caber también los precipicios, parece
insinuarnos el Cantar.
Recorremos en nuestro texto semanal, Perashat ‘Koraj’. Tiempos de hombres que supieron del
amor filial y fraternal. Tiempo de hombres que ascendieron por entre los hombres hasta alcanzar
un pedestal: ser parte de un destino común y extraordinario a la vez. Hombres de la tribu de
Leví… Depositarios de toda una tradición y una confianza. Hacedores y forjadores de un
Santuario, el cual recaerá en sus delicadas manos el preservarlo, el transportarlo, el cuidarlo.
Koraj ben Itzhar, ben Kehat, ben Leví tienen raíces en el amor del fuego profundo. De él se espera
pueda nacer, en el tiempo por venir, la esperanza por un hombre que pueda –que sepa- conducir
a la nación hebrea a su destino. De hecho, mi querido lector, el mismo Shemuel ha-Naví fue
descendiente de Koraj…
Una rara sensación brota de su ser. Trata de arremeter –sin sentido- contra su propia carne.
Moshé y Aharón –sus primos hermanos- serán las víctimas de un amor tornado a fuego de
envidia, cuyas brasas arrasaron los vínculos que los unían. Koraj genera el primer gran precipicio
en la existencia de un pueblo. Precipicio por donde se pierden las vidas. La propia y de todos los
que habrían de venir. Porque la envidia, implacable y dura al decir del Cantar, no mide riesgos ni
tampoco los oculta. Sólo quema. Arde intensamente hasta carcomer los cimientos íntimos del
amor hasta ayer claro y preciso…Claro y precioso…
Koraj irrumpe en medio de una celebración. Aquella que se denomina vida y que trata de nacer
cada día con una expresión de santidad y de veneración. Porque el amor, cuando encuentra su
lugar, busca celebrar cada día. Y así, en medio del fuerte amor, sobreviene la muerte, tan o más
fuerte que el mismo amor. Y tal vez, cuando cabe sólo el amor verdadero, entonces la eternidad
se conjuga con la muerte y nos acaricia trayéndonos el bálsamo del consuelo…
Pero cuando la muerte tiene como invitada especial a la envidia, no caben eternidades. Sólo
precipicios de fuego…Abismos donde las llamas –brasas ardientes- pretenden con su calor,
borrar toda huella y anular toda vida… Como Koraj y los suyos. Una historia de amor perdida
entre los escombros de los celos y la codicia…

¡¡Shabat shalom umeboraj!

Mordejai Maarabi

dolor. Más antisemitismo…

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